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EL LEÑADOR Y EL HUALTACO


(Cuento Ecológico)
Autor :Prof. David Torres Celi



Como todos los días, al escuchar los gallos desgañitarse en contrapunto, don Goyo, el leñador, se levanta y con él, Jacinta su mujer.

¡Apúrate con el café!, dice inquieto don Goyo.

¿Por qué tanto apuro?, interrogó ella.

Tengo el encargo de tumbar un hualtaco para una yunza, hoy no abundan esos árboles, pues están desapareciendo.

¡El fogón no arde! Exclamó Jacinta.

¡Ventea fuerte! ¡Aviva las brasas!, replicó don Goyo, frunciendo el ceño.

Después de beber a sorbos el café, salió presuroso balbuceando: Ojalá no me agarre el sol, por esta época se torna implacable, y el camino es largo y escabroso.

Encorvado, menudo, de manos toscas y encallecidas, de rostro pétreo, sobre su cabeza lleva un tostado sombrero de paja alón. Su vestimenta son trapos remendados con arte y esmero por su Jacinta. Gruesas tiras de jebes de sus ojotas ciñen con seguridad sus curtidos pies. Lleva en sus bolsillos su honda y piedras de tamaño especial que recoge en la orilla del río. En el cinto porta la cantimplora. En el hombro la alforja, y su inseparable hacha que luce amenazante su malvado filo.

Don Goyo, ha heredado la sapiencia de sus ancestros. Es afamado por su certera puntería. Hábil preparando trampas, donde quedan prisioneros: Loros, soñas, negros, chilalos y perdices, que vende baratos a sus conocidos. Sabe extraer con delicadeza la miel oculta bajo la tierra, donde la naturaleza tiene sus propios colmenares en complicidad con las abejas, además conoce un montón de nidos de palomas y tórtolas de donde saca con esmero sus huevos y pichones.

Don Goyo apura su andar, el invierno es bravo, y las lluvias encharcan los campos, con persistente terquedad, reverdeciendo la hierba casi extinguida, tupiendo el campo hasta cerrarlo.

En la madrugada, sólo los ladridos lejanos de perros son sus fieles acompañantes, y cuando la noche se retira como un manso rumor, despertando a la aurora, escucha el silbido suave de la brisa, y el canturreo festivo de pájaros, que orquestan bellas melodías anunciando un nuevo amanecer; apareciendo en el horizonte el sol, rey de las llamaradas eternas, arropando el ambiente con ardiente pasión, observando con curiosidad el recreo inquieto de iguanas, lagartijas, capones… reptando veloces en un ir y venir interminables, parándose repentinos, levantando sus colitas, contorneando vivaces sus exóticas cabezas, con suaves manías husmeando al viento, como presagiando el peligro.

En su ir cautivo hacia su destino, de repente la silueta de un audaz zorro, cruza raudo el camino de izquierda a derecha, fugaz encuentro señal de mala suerte. Una comparsa de gallinazos, vestidos con elegante frac negro, pasan sobre su cabeza, en espantosa formación fúnebre, precipitándose uno de ellos, cayendo aparatosamente sobre su espalada, emanando un hedor insoportable. Un bamboleante y parsimonioso oso hormiguero antes bromista y acariciable lo enfrenta terco y decidido parándose en sus patas traseras, erizando su pelo, abriendo sus brazos como un gladiador abalanzándose para abracarlo, y mientras contemplaba atónito al animal, haciéndole parodias hercúleas, gritos bullangueros de urracas parece que le perforan groseramente los oídos, llenándolo de intrigas. Nunca se le habían presentado tantos incidentes juntos. ¿Serán malos presagios? ¿Qué me irá a suceder?, se preguntó don Goyo. Pero el hombre moldeado en la fragua de la vida, peón en la brega, no se amilana y echando sus temores en las profundidades del olvido, prosigue su rumbo hacia la espesura.

Al otro lado de la floresta cautivante y fragante, se encontraba bello e imponente el codiciado hualtaco. Árbol virtuoso y mágico, que se deshoja la mayor parte del tiempo, o se convierte en piedra con el transcurrir de los años, al quedar trozado y desperdigado a la interperie, cualidad única de esta especie.

El hualtaco, posee rasgos humanos: Es amoroso, bonachón y simpático, mima con prodigioso encanto, a los pajaritos que trinan jubilosos, coplas hermosísimas en su tierno regazo, pero también es malgenioso, profundamente rencoroso y terriblemente fisonomista. Por los animales siente ternura, pero al hombre ¡Ay!, se las tiene jurada, y cada vez que lo ve, da rienda suelta a sus enojos. Lo asusta, lo aturde y lo enferma, pues conoce de sus malsanas intenciones, pues lo busca para exterminarlo.

Mientras don Goyo, agotaba el trecho con su caminar constante, ahogaba su rutina con recuerdos que galopaban desbocados por su mente, como un caudal de historias bucólicas, algunas crueles otras nobles. Y evocando imágenes, dio un vistazo al lado más oscuro de la naturaleza: La tragedia y la muerte. Un desnaturalizado cazador, en alevosa emboscada, con aguda pericia, disparó su escopeta desparramando bocanadas de dardos letales a una gama, en el instante en que ésta, alumbraba con sacrificio maternal su cría, acabando el insensible con la vida de las dos; luego despellejó a la madre, llenando sus talegas con carnes pulposas, dejando a merced de gallinazos y guara guaus las vísceras y al cervatillo.

¡Pobre! No sabía que nacía condenado, cuchicheaba con el viento. El hombre.

En su andar, encontróse en el camino con Jeremías, el campista quien se apeó de su mula, la ató al tronco de un pequeño algarrobo, y cuando atravesaba un montículo de malezas, para rastrear a un toro padrillo, pisóle la cola a una serpiente macanche, que dormía tibia y plácida; enseguida la víbora desenroscó, se encrespó, giró iracunda y de un salto le clavo los colmillos en la pierna.

¡Ay, carajo!- exclamó el campista encolerizado, pero trémulo.

Un dolor fortísimo y la angustia hicieron presa del campesino. Su pierna empezó a moretearse, el veneno del ofidio hacia efecto, dejándolo tullido. Como quiera logró llegar hasta la acémila quien al verlo se asustó, cogió su alma montaraz, arrancó la atadura, y huyó como si hubiera visto un espanto.

El pánico cundió, cuando Jeremías se desmayó. La sangre brotaba por sus poros y destilaba por la boca como un manantial. La muerte merodeaba el ambiente, pero el leñador, lo apuntaló a su hombro, y enrumbó hacia la ramada más cercana.

¡Auxilio! ¡Auxilio! Le ha mordido una serpiente, gritaba desesperado y sudoroso don Goyo, mientras avanzaba rengueando y jadeando. Melquiades, el arriero al oír los gritos, corrió a esconderse detrás de un ceibo.

Don Lautaro que se había afincado en la adentrura del bosque, para pastar su ganado caprino, y viejo conocedor de estos avatares, al escuchar las lamentaciones y ajetreos, salió de su choza preocupado y dispuesto a socorrer al enfermo, mientras Francisca su mujer embarazada, se apresuraba a esconderse dentro de un cuarto.

Don Lautaro lo recostó en una tarima, le abrió la boca a Jeremías, le echó siete gotas de una pócima de curarina, como no reaccionaba diole siete más, esperó unos minutos esta vez el enfermo hizo una mueca de disgusto.

¿Cómo te sientes?, dijo preocupado don Lautaro.

¡Qué amargo es este remedio!, respondió el enfermo.

¡Tranquilízate!, descansa, y no te vayas a dormir, te has salvado por un pelo. Le llegó un susurro animoso a sus oídos.

Ya repuesto Jeremías, escuchaba atento las recomendaciones finales de don Lautaro: No olvides de seguir tomando el remedio, cumplir con la cuarentena y cuídate de las embarazadas. Terminó advirtiéndole.

Las creencias y supersticiones son parte del saber popular, convirtiéndose en el centro de una convivencia misteriosa en la zona rural, y aceptándoseles como únicas verdades. Comentaba don Lautaro a don Goyo.

Cuando alguien es mordido por una serpiente, tiene que someterse a una rigorosa cuarentena. No lo debe ver mujer embarazada, ni varón que haya tenido relaciones íntimas. Don Agapito, murió faltándole cuatro días para cumplir con la cuarentena a él, le había mordido una víbora y Antonia su prima, estando encinta fue a visitarlo. El mismo infortunado hecho sucedió con Filomeno, cuando su compadre Jovino, fue a socorrerlo y por el apuro se olvidó del romance que acababa de tener con su mujer.
 
 
 
El leñador, continúa su andar tarareando y silbando melodías de su medio, y evocando imágenes, se tropezó con el episodio de un asno solitario, que un fatídico día con sus penas a cuestas, se le antojó descansar bajo la sombra de un charán, para saborear su sombra, echándose y zarandeando su voluminosa figura por un buen rato, crispándose, cuando el viento fresco y travieso le trajo novedades de su consorte en celo. El jumento empinó sus orejas, levantó la cabeza, abrió las quijadas remangando sus jetas dejando asomar sus enormes y sarrosos dientes, fijó sus ojos reflexivos, como dos luceros en la inmensidad, suspiró profundamente, indagando ávido la venida de tan fantástico y sensual aroma. Se paró, resopló y vociferó con energía su vocálico rebuzno, dándole un avisón a un enjambre de abejas asesinas, que habían afincado su colmena en una de las gruesas ramas del árbol, las que al oir la estruendosa bulla, salieron coléricas y despavoridas para castigar al intruso.

Cuando el borrico sintió el azote de las primeras picaduras, salió en quema, tras él, pisándole los talones una muchedumbre de abejas, síntesis perfecta de querubines y demonios, dándole alcance en un santiamén. Cómo gritaba el pobre Animal clamando piedad. Sus rebuznos resonaban como aterradoras dianas de trompetas anunciando el juicio final. Poco a poco sus lamentos, se desvanecían como débiles y melancólicos susurros de flautas, entonando un triste .El descendiente de Platero no pudo soportar el tremendo castigo y sucumbió al castigo. Las infames y perversas al sentir al asno sin vida regresaron airosas a su guarida.

Llegando a su destino, le llamó la atención una vanidosa putilla, que se mecía despreocupada en la rama de un guayacán, exhibiendo y relampagueando en su dorso negro sus terribles maldiciones. Al mismo tiempo recordó que una lechuza, ave noctámbula de mal agüero, había estado en el techo de su casa al promediar la medianoche anunciando con su ulular tenebroso, sucesos catastróficos, y para colmo de males, era un martes trece fecha cabalística que anuncia calamidades. Extraños presentimientos hicieron inquietar sus temores, pero su amuleto celosamente guardado le dio ánimo, lo sacó receloso, lo frotó, sintiéndose protegido.

A lo lejos divisó un solitario árbol, apretó el paso para llegar rápido a él. Era un florido hualtaco. El leñador se le acercó y mirándole arrogante se dijo: ¡Uy!, éste es pan comido y está como el ajo, rápidamente se despojó de sus trastes, secándose con impaciencia el sudor con las mangas de su camisa, y bebiendo copiosamente sorbos de agua, trataba de calmar su fatiga, para entablar con aquel paladín del bosque seco un reñido duelo.

El leñador se alistaba al reto. Lo agarró, lo samaqueo, para pulsarlo. Apretó con afán el grueso mango del hacha cuyo filo relucía, la levantó hasta tocar el cielo, para que en brutal arremetida penetrara en el corazón del vigoroso árbol. Cuando el hacha caía con fiereza descomunal, el hualtaco lanza furioso sus enérgicos rayos que terminan penetrando en el cuerpo del leñador, como oleadas llenas de hechizos. El tiempo se detuvo, y soltando su mortal herramienta cayó al suelo. Su cuerpo fue coloreándose, empezó a sentir una intensa comezón, que terminó en fastidioso ardor y horrible hinchazón. Sus ojos se llenaron de ansiedad, subiéndole la calentura hasta el delirio. Su vida se convirtió en hondo martirio.

Sonrisas sarcásticas y alborozadas, salieron a borbotones del eufórico hualtaco, al ver al leñador inflado, tembloroso y mallugado. Al oir las risotadas, el zamarro y juguetón “eco” apodado cariñosamente “El lengua larga” se une al festejo, vibrando su sonora voz, que crecía inacabable tras las montañas, causando un tremendo revuelo, para hacer enterar a todo el bosque de esta proeza. Los árboles y animales congratularon al valeroso y prodigioso hualtaco, alabándolo, cantándole tonadas que él, agradecía con gallardía y gentileza.

Entre tanto el leñador, se debatía quebrantado y quejumbroso tratando de salir de tan infeliz experiencia nunca sufrida. Un poco repuesto emprendió la retirada. Estaba irreconocible, no era ni el asomo de su ayer. Su atrevimiento causó burlas, chismes y ocho días de penosa enfermedad.

Don Goyo, nunca más volvió a talar árboles y comentaba en tono reverente a sus amigos: Los seres humanos somos una especie privilegiada de la naturaleza, pero nuestros conocimientos sucumben ante los sabios misterios que ella encierra. No la profanemos, pues el dolor que le causemos puede traernos penalidades y sufrimientos.

Feliz y contento quedó el virtuoso hualtaco pregonando.

Soy un árbol milenario, dueño de poderes extraños ¡Merezco respeto en el bosque! A todos invito a que me conozcan y a mis depredadores les recomiendo averiguar mi embrujo, les reto a que descubran el secreto de mi poder. ¡Tóquenme! , y sabrán quien soy.